POR EDUARDO VAN DER KOOY – Clarin
07/04/13 – Clarin
Un torrente desató una enorme tragedia en Capital y Buenos Aires. Cincuenta y nueve vidas perdidas por la fatalidad, la negligencia y la desaprensión. Aquel mismo torrente dejó al descubierto viejos vicios y miserias nunca subsanados de nuestra democracia. De nuevo fue posible asistir a una dolorosa derrota de la política. También, a la ausencia de un Estadodonde la sociedad –al decir del francés Emile Durkheim– debería pensar sobre sí misma. El Estado se ha convertido en la Argentina sólo en una herramienta clientelar, de tinte faccioso. A eso fue reducido después de que la dictadura lo utilizara para producir un exterminio. Entre esa metamorfosis y las imágenes de desolación, abandono y precariedad social que derivaron del drama, pudo haber empezado a naufragar además el relato cristinista, que alude siempre a un supuesto país de maravillas.
La derrota de la política podría ser explicada con facilidad.
La tragedia acaba de golpear a Cristina Fernández, Daniel Scioli y Mauricio Macri.
Los tres dirigentes más importantes de la nación que hace apenas un año y medio revalidaron sus cargos con abrumadoras votaciones. Que pugnan todavía con sus proyectos de continuidad o de ascenso. Entre los tres construyeron un incordio político permanente que impidió progresar con algunas decisiones conjuntas que no hubieran evitado la tragedia aunque sí, quizás, atenuado su dimensión.
Aquel fracaso de la política no significaría la búsqueda de ningún camino alternativo.
Simplemente porque no lo hay.
Aquellos que agitan fantasmas cuando se coloca a la política en tela de juicio demuestran el peor sentido corporativo, como el que tantas veces aseguran combatir. De lo que se trata, es de mejorar la calidad de esa práctica con los resortes básicos que ofrece el sistema: la participación y la elección. Por esa razón la democracia constituye una construcción colectiva, donde la sociedad cumple un papel clave y posee responsabilidad en la obra final.
Cristina tiene una pésima relación con Macri y otra mala con Scioli. El origen de esos grandes desencuentros es el mismo aunque se los pretenda tapizar con otras telas. El jefe porteño aspira a la sucesión presidencial desde una vereda opositora. El gobernador de Buenos Aires persigue igual objetivo desde una geografía política que suele dar para todo (el peronismo), desgajado a la par en oficialismo y oposición.
Esa simple lucha por el poder acicateó conflictos que, en casi todos los casos, tuvieron como rehén a la propia sociedad.
Basta un repaso breve y reciente. La traumática cesión de los subterráneos a la Ciudad. La resistencia al traspaso de la Policía Federal que impulsó a Macri a crear una fuerza paralela. Scioli sufrió la reticencia de fondos nacionales en el 2012 cuando debía abonar el medio aguinaldo. Esa reticencia causó ahora un conflicto docente que afecta a 4 millones de escolares y que quedó en suspenso sólo por la tragedia. Existió en esas acciones una clara prepotencia presidencial. Pero también demasiadas vacilaciones y tibiezas del alcalde y del gobernador para enfrentarlas. Macri no podría seguir utilizando como justificación de sus problemas la intransigencia cristinista. Ese argumento, luego de seis años de gestión, ha prescripto. Scioli debería alguna vez darle el trazo final a su figura, de político o de predicador.
La irrupción de Cristina en las zonas devastadas en La Plata y su reunión con Scioli tampoco deberían dibujar un espejismo. La Presidenta tiene un vínculo distante y de ausencia ante el dolor ajeno. Sucedió con Cromañón y con la tragedia de Once. La excepción a esa regla es su inquebrantable unión con las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. También ahora con Susana Trimarco, la madre de la desaparecida Marita Verón, en un caso de trata y de mala praxis judicial. Podría resultarle un símbolo adecuado para sus planes de avanzar con la llamada democratización de la Justicia.
Debieron pasar la terrible inundación en Capital y la certeza de que en Buenos Aires se amontonaban muchos muertos – es decir, más de un día y medio– antes de que la Presidenta apareciera en escena en Tolosa. También caminó a paso raudo, cercada por militantes de Kolina y de La Cámpora, en un barrio porteño castigado por las aguas.
Pero ni habló con Macri.
Con Scioli compartió una conversación junto a varias personas durante la cual se intentó colocar algún orden al caos platense.
El hielo político entre ellos no se ablandó.
Los camporistas y las propaladoras oficiales quisieron darle a ese gesto una envergadura que, en verdad, pareció no tener. ¿Fue un reflejo acertado y oportuno de Cristina?
Lo fue, sin dudas. Pero quedó también la sensación de que hubo un prólogo excesivo de conjetura y conveniencia. Una abundante mezquindad impregnó el discurso cristinista en el amanecer del desastre. Se endilgó a Macri no haber estado en el país cuando la lluvia colapsó la Capital. Pero el cristinismo apeló a la adulteración cuando no logró explicar las ausencias prolongadas –también estaban en el exterior– de la ministra Alicia Kirchner, del vicegobernador Gabriel Mariotto y del intendente de La Plata, Pablo Bruera, en la desolada de Buenos Aires. Esa maniobra trasuntaría también el punto de devaluación de la política.
Se quiso instalar, con aquel ardid, una discusión pública absurda y distorsiva de la cual tampoco logró sustraerse el periodismo. ¿Es un delito, acaso, viajar al exterior? ¿Lo es tomarse un descanso estando en la función pública? El núcleo del problema radica en otro lado: en la desidia e impotencia de las administraciones para afrontar un imprevisto brutal.
En la falla de la maquinaria.
Le sucedió a Macri, a Scioli y también a Cristina. Aquí entra a tallar el Estado y el destino incierto de los fondos públicos.
El papel del Estado es una cuestión irresuelta en la Argentina a la cual la recuperada democracia tampoco le ha encontrado la vuelta. El peronismo, con Carlos Menem, fue artífice de la destrucción estatal. El peronismo, en su partitura kirchnerista, rehizo el Estado sobre esos cimientos ruinosos y lo convirtió en una formidable arma de coacción política. El crecimiento estatal ha sido de tal magnitud que, desde hace casi dos años, es el principal generador de empleo por encima de la achatada actividad privada. Esa disparidad estaría señalando además el rumbo adoptado por el modelo económico. La Presidenta acostumbra hacer alardes sobre la gestión de empresas del Estado. Pero cuando se cotejan los números esos alardes resultan difíciles de entender.
Aerolíneas Argentinas acumula desde el 2008 un déficit de US$ 3.200 millones. La estatizada YPF mengua su capacidad productiva y se descapitaliza. Su valor actual equivale al déficit de la líneas aérea.
Ese Estado omnipresente en la coacción y el discurso del Gobierno fue lo que pareció tornar más notoria su falencia en la catástrofe de la semana que pasó. Esa falencia no referiría, necesariamente, a las impericias de gobernadores o ministros. Apuntaría a la inexistencia deredes intermedias del poder estatal, prácticas, capaces de tener reacción veloz ante situaciones de emergencia como las que planteó el diluvio fatal.
La deficiencia del Estado serviría para cortar muchos nudos del relato urdido por el kirchnerismo estos años. Esas palabras se estarían estrellando con mucha frecuencia contra la realidad. Sólo algunas imágenes que entregó la tragedia en La Plata servirían para cuestionar, antes que las estadísticas, las cifras sobre el presente social que defiende el Gobierno. No habría que abundar sólo acerca de la pobreza y la indigencia: resulta llamativa la precariedad de vida en importantes asentamientos urbanos cercanos, en hipótesis, a los sectores de clase media. Mucha gente que, con desesperación, hurgó en montones de trastos arruinados por el agua que abandonaba otra gente. Grupos que recurrieron al delito y a los saqueos. Patotas kirchneristas que en barrios humildes del sur de la Capital ocuparon viviendas por la fuerza y exigieron dinero para desalojarlas. Las mismas patotas que en La Platarobaban donaciones y las repartían en nombre de La Cámpora.
En contraposición con eso, una cadena espontánea de solidaridad popular nacional con los inundados que pareció acentuar la ineficiencia de los responsables públicos. ¿Es esa la trama de inclusión del modelo con la que acostumbra a machacar Cristina? ¿Es esa la armonía social de la cual habla? ¿Podrá la Presidenta seguir insistiendo, después de lo visto y ocurrido, con que en el país existe sólo un 6% de pobres y un 1% de indigentes?
El kirchnerismo supo enhebrar con eficacia un relato que, en su tiempo inaugural, contó con dos ventajas: el despegue de la economía luego del derrumbe; la imperiosa necesidad social de creer tras el desencanto y la frustración del 2001. Tanta fue esa necesidad que el kirchnerismo produjo cosas asombrosas. Por ejemplo, inculcarle a una población –Gualeguaychú– el temor sobre un supuesto desastre ambiental. La llevó a una pelea con un país vecino y fogoneó por años el corte de una de sus fronteras. Pasada la urgencia política desmanteló el teatro, como si nada. La pastera en cuestión funciona hace rato en Fray Bentos. Gualeguaychú sigue su vida y marca cada feriado récords de turismo. Pero la relación con Uruguay se hundió, aún antes del exabrupto de José Mujica contra Cristina.
La economía no ayuda ya al relato como antes. La inflación escondida hace estragos. La corrupción aflora como pus en demasiados estamentos del poder. Empieza a convertirse además en causante de tragedias.
Once fue un presagio.
Las aguas de la gran inundación arrastraron también algo más que muerte y desconsuelo.
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