POR MARCELO A. MORENO – Clarin
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14/04/13 Clarin
Poseemos reconocidas dotes, vastísima experiencia y notables posgrados en la materia: el argentino promedio es un consumadomaestro en el arte de hacerse el boludo.
Ahora mismo lo estamos haciendo, mirando para otro lado, como si fuera de lo más normal del mundo que la Presidenta mande al Congreso un paquete de leyes destinadas a aplastar al Poder Judicial y ponerlo a su servicio. Esta bomba neutrónica contempla, entre otras cosas, limitar las medidas cautelares, solitaria arma defensiva con que cuentan los ciudadanos de a pie contra los abusos a los que los suelen someter los gobiernos.
La mecánica del cristinismo -versión sombríamente extrema del kirchnerismo- es tan simple como eficaz: primero se dedica abundantemente a despotricar, denigrar y tratar de enjuiciar, de ser posible, a aquello que visualiza como un obstáculo para su proyecto de poder total. Luego lanza una ofensiva, generalmente ilegal, para removerlo.
Lo hizo con el INDEC, cuando notó que la realidad -que se filtraba a través de sus entonces rigurosas mediciones- no congeniaba con las categorías ideales de precios del kirchnerismo. Intervenido, ahora los números tienen la forma del deseo oficial y nos cuentan, por ejemplo, que una persona se puede alimentar con 6 pesos diarios.
Lo hizo con el Banco Central cuando, conducido por Martín Redrado, trató de mantener el mínimo de autonomía debida. Entonces echó a Redrado a las patadas, puso en su lugar a una señora necesitada de recibir instrucciones inapelables y después cambió la Carta Orgánica del ente, consiguiendo en la práctica la libre disponibilidad de las reservas y el derecho irrestricto de emisión.
Lo hizo con la Procuraduría General de la Nación. Cuando Esteban Righi, de inocultable militancia kirchnerista, osó explorar el escándalo Ciccone -en el que el vicepresidente está bastante más que comprometido-, Boudou contraatacó acusándolo disparatadamente de coimero, lo que forzó la renuncia del ex ministro de Cámpora. Hoy su lugar está ocupado por Alejandra Gils Carbó, una funcionaria estrictamente funcional a una Presidenta que confiesa sufrir de disfonía a causa de la cantidad de órdenes que imparte no en susurros.
Lo hizo con los medios periodísticos independientes de sus deseos. Primero los acusó de monopólicos, de predicar un discurso único, de mentir. Después sacó una ley de Medios Audiovisuales, que es un mamarracho- lo reconocen hasta sus propios beneficiarios-, con el único fin de destruir a Clarín y a las otras voces no obedientes. Mientras, se dedicó, con brocha gruesa, a construir un imperio mediático operado por amigos K -hoy mayoritario aunque poco atendido- que responde a las mandatos de la Rosada al unísono y monocordemente.
Ahora le toca a la Justicia. El proyecto de “vamos por todo”, expresado con máxima brutalidad por la doctora de Kirchner, no contempla el concepto de “daño colateral”. Si es necesario tirar por la borda la Constitución, se la tira y se pone otra; si se requiere terminar con la República, se la pulveriza.
Y la Justicia supone un gran impedimento para completar el proceso de dominación total. Por ahí un juez mete la nariz en algún chanchullo en el que un funcionario está hasta las manos, otro protege a un jubilado con una medida cautelar o la Corte le ordena al Gobierno que limpie de una buena vez el Riachuelo. Es decir, tiende a retobarse. Entonces se trata de convertirla en un mero apéndice partidario, atado a las leyes del clientelismo populista.
Tenemos currículum. Cuando Menem se dedicó con la banda grotesca que lo acompañaba a destruir a la industria nativa, atiborrándonos de dudosos cacharros chinos e instaló el uno a uno con el dólar, nos pareció divertidísimo, a punto tal que lo reelegimos. Millones de argentinitos nos convertimos en hombres de mundo, viajando a troche y moche, sin percatarnos al parecer de que entre la economía norteamericana y la nuestra había un abismo tan elefantiásico que nuestras monedas jamás podían tener el mismo valor.
Así, durante muchos años nos hicimos perfectamente los boludos hasta que llovió la realidad en forma de corralito, hubo un golpe de Estado civil que derrocó a un presidente democrático y se nos vino la indignación del “¡Que se vayan todos!”.
Igual, nosotros no teníamos ninguna responsabilidad en el desastre.
Y luego volvimos a votar a la doctora de Kirchner, cuando el verso del crecimiento con inclusión se caía de pobres por todos costados, la inflación ya galopaba, la inseguridad mataba al por mayor, a las instituciones las iban pisoteando una a una y la codiciosa corrupción paseaba muy oronda su impunidad en Puerto Madero. Ahí también nos hicimos bien los pelotudos, cambiando el coche seguido y chorreando plasmas por las orejas.
Ahora seguimos en la misma. De esta manera, cuando apaguen definitivamente la última luz de disenso, de debate, de pluralidad en la sociedad el gravísimo momento nos encontrará mirando Fútbol para Todos. Pelotudeando, como con tanta eficacia lo venimos haciendo. Y después, a llorar a la Iglesia, con la ilusión puesta en la avivada de que ahora Bergoglio es Papa.
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