POR JOSÉ CARLOS CHIARAMONTE HISTORIADOR – Clarin
24/02/13-Clarin
Los programas televisivos, radiales y de prensa suelen abundar en términos, generalmente en boca de jugadores o directores técnicos, como “respeto” o “humildad”, que hacen recordar el viejo adagio de “dime de qué alardeas y te diré lo que no eres”. Si un ministro de Educación afrontara los graves problemas de la actual formación escolar con la seriedad que merecen, debería reclamar ante el Gobierno una urgente reforma de la conducción del fútbol profesional.
Sorprenderá quizás a algunos lectores que un historiador se ocupe del fútbol actual. Debo entonces justificarme recordando los dos motivos que me impulsaron a escribir lo que sigue. Uno, mi vínculo personal con el fútbol desde mi infancia, vínculo que luego de transcurrida ella se ha limitado a la condición de espectador. Otro, mi actividad docente que desde 1957 se ejerció no sólo en la universidad sino también en la educación media. En los años ’60, como director entonces de la Escuela Normal Nacional de Maestros N° 3, de Rosario, convivía con docentes que eran también preparadores físicos de algunos de los clubes de esa ciudad y con dos destacados médicos “deportólogos” y amigos a la vez: Julio Brassesco, médico de Newell’s Old Boys, y Rubén Darío Oliva, médico de Rosario Central, y más tarde del Seleccionado nacional.
Como es sabido, el fútbol se ha convertido en una pasión dominante para las poblaciones de muchos países del mundo.
Pero crece cada vez más la sensación de que mucho más allá de su carácter recreativo es necesario enfocar ese fenómeno como una seria característica de la vida pública contemporánea, en lugar de juzgarlo como sólo una cuestión deportiva o con las despectivas consideraciones que suele provocar su uso político y económico.
Desde esta perspectiva, hechos como los sucedidos en el mes de enero en Rosario por la imprudente programación de un partido, así como lo ocurrido en otras ciudades, no sólo traducen la existencia de serios problemas sociales. Ellos ponen de relieve también laspreocupantes características de la conducción del fútbol argentino, la pasividad del Estado ante esa realidad y sus más alarmantes efectos en la sociedad. Todo esto debería provocar una fuerte reacción ante los poderes públicos para tratar de ponerle fin o, al menos, reducir su incidencia. Porque, ¿qué valor tienen las declaraciones de inquietud ante la violencia que se introduce en las aulas o ante los niveles del crimen en la sociedad, cuando el cuadro que se ofrece cotidianamente a la vista de todos, por todos los medios de comunicación, es el de la tolerancia, pública y privada, a la violencia y corrupción en el fútbol? El fútbol que se nos ofrece por los medios –con algunas pocas excepciones– es un potente instrumento de educación que, mal utilizado, contribuye a estimular las peores conductas en la formación de las nuevas generaciones y ante las cuales la escuela y la familia son impotentes.
En el mundo contemporáneo, el fútbol se ha convertido en un campo de actividad de una importancia enorme, para bien y para mal, en la formación de las nuevas generaciones. Pero, lamentablemente, al ser un negocio que mueve cifras astronómicas, el poder de sus dirigentes es tal que no sólo los ampara del necesario control sino que hasta amenaza a los gobiernos: el presidente de la FIFA ha advertido al gobierno francés que no debe inmiscuirse en la federación francesa de fútbol, luego de haber realizado acciones similares en Nigeria y Perú.
¿Habrá que ir pensando en una nueva potencia que limita el ejercicio de la soberanía de los Estados?
En nuestro país, la ampliación del acceso televisivo a los espectáculos futbolísticos es de por sí encomiable. Pero el haberse efectuado sin previas medidas de corrección de los graves vicios que estamos comentando contribuye a agravar su efecto negativo en la sociedad y fortalece la sensación de que el Estado está faltando a uno de sus deberes más vitales.
Por eso, sería un lamentable error de perspectiva enfocar los hechos que comentamos como sólo una cuestión de seguridad. El fútbol es ya una cuestión de Estado.
Sus efectos, en particular los incentivos para la corrupción y la violencia que de su práctica y publicidad se desprenden cotidianamente, requieren una necesaria y urgente intervención de los poderes públicos, que debería ser reclamada con mayor fuerza.
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