martes, 26 de enero de 2016

Mariana

Mariana

Cuentos de verano

Ilustración: Jimena Croceri
Desde hacía más de un año que venía espiándolo. Si tuviera que explicarlo a un especialista diría que casi inmediatamente desde que Fabián la dejó, pero no fue de inmediato. Pasó un tiempo; el tiempo necesario para que ella metiera en una bolsa de consorcio las pocas pertenencias que tenía de él. Pocas, porque nunca habían vivido juntos. Mientras hacía esta tarea, descubrió las llaves del departamento de él, la grande de abajo y las dos chiquitas de arriba. Podría haberlo llamado para devolvérselas, pero él le había pedido que no lo llamara, que no lo acosara, que ni siquiera intentara cruzarse con él por los lugares de siempre.
A las once en punto, salía de la oficina con la excusa de las fotocopias para el estudio de Virtuosi (la fotocopiadora estaba rota hacía meses, y debían comprar una nueva), y caminaba cuatro cuadras hasta la casa de él. A esa hora Fabián también trabajaba. Hacía seis pisos por escaleras dos o tres veces a la semana; al final, espiar al ex puede ser un modo muy saludable de ponerse en forma. En el departamento de Fabián, todo estaba tal cual ella lo había dejado.
En enero fue sumamente cuidadosa: podía ocurrir que Fabián estuviera de vacaciones y cuando ella entrara se topara con él frente a frente. Después de un año de no verla, si se la encontraba ahí seguro llamaba a la policía y la detenían. Mientras estaba agachada mirando por la cerradura de Fabián, le hablaron desde atrás. Mariana creyó que moriría ahí mismo. Hola, la saludó, estos edificios son tan viejos que las cerraduras no funcionan nunca. Me llamo Ricardo, soy amigo de los chicos del 7mo., que me dejaron el depto para cuidarlo y se me trabó la cerradura. ¿Me podés ayudar a ver si abre?
Mariana sonrió: estaba pálida como una muerta.
El vecino le mostró el llavero: una grande y dos chiquitas. Mientras subían al 7mo., Ricardo comentó que como debía rendir las últimas materias de Derecho en marzo, los amigos le dejaron el depto por el verano, para que se los cuidara y él se concentrara mejor. Tenía que dejar el fútbol y el rugby estos meses: las prácticas podrían volver más adelante, cuando él ya fuera abogado. Lo dijo con sus ojos claros, almendrados, mirándola fijo, como si se lo estuviera prometiendo a ella. Sin embargo, siempre había creído, siguió él, que la city es una lugar maravilloso para vivir en Buenos Aires, pero de noche era demasiado solitario. Era bueno saber que ella vivía en el depto de abajo. Cuando le preguntó el nombre, ella contestó Clara, el de su amiga. Era lo primero que le vino a la mente. En realidad, tosió ella, no era más que la asistenta del departamento de abajo. Venía cuando el señor la llamaba y le hacía la limpieza. Era preferible eso a explicarle que acosaba a su ex hacía año y medio. Mientras tanteaban buscando la perilla de la luz, el muchacho se desmayó. Mariana no tuvo más remedio que llevarlo al sofá y buscar un vaso de agua (de mal olor, porque la heladera estaba desconectada y los grifos chirriaban al abrirlos); él tardó tanto en volver en sí, que ella temió que se le muriera ahí mismo. Mandó un mensaje a la oficina: estaba descompuesta y se iba directo a su casa desde lo de Virtuosi. El muchacho volvió en sí, tenía un soplo en el corazón, le contó, a veces le traía estos trastornos. Después la invitó a bajar, a cenar para recompensarla de alguna manera por el auxilio. Mariana le explicó que otros seis pisos en la escalera matarían a cualquiera; mejor ella pedía comida y comían ahí. Pidieron de un chino y se sentaron a ver las noticias en la tele; a ella, igual no la esperaba nadie. Hacía año y medio que no la esperaba nadie en ninguna parte. Mariana aguzó el oído mientras comía: en el piso de abajo, ¿estaría Fabián haciéndose sus aburridos dos huevos fritos de siempre? Ella se levantó para irse, Ricardo la acompañó a la puerta; en el momento de despedirse, él la besó en la boca. Ella respondió a ese beso, ¿por qué no? Por ahí tenía la buena suerte de que Fabián apretara mal el botón del ascensor, bajara por error en el 7mo y la viera besándose con otro. Esa sería una gran sorpresa. El muchacho la llevó al interior del departamento, le quitó la remera e hicieron el amor sobre el sofá. Hacía año y medio o dos años  que no hacía el amor con nadie.
A partir de ese día, la cita era a media mañana y tarde en la noche con Ricardo. A media mañana, ella lo ayudaba con las cosas de la casa, un poco y rápidamente, porque tenía que volver a la oficina. A la noche, ella le tomaba las lecciones de Derecho, después cenaban y se metían en la cama hasta caer dormidos. Ella se marchaba a la madrugada; hasta que, un par de semanas después, él le pidió que se quedara. Ricardo era un chico sencillo y tenía por principio que si uno quiere a alguien lo da todo por esa persona; que la mezquindad y las medias tintas no sirven. Y que él lo daba todo por ella, lo que ella quisiera, porque la quería, le confesó. Al oírlo, Mariana se echó a llorar mientras revolvía una cacerola con arroz primavera de sobre. Hacía un año y medio que no lloraba, desde las fatídicas palabras del ex. Después lo abrazó y se quedó a dormir. Ricardo era casi diez años menor que ella, aunque esta diferencia no era una complicación para los dos. A ella le gustaba defenderlo, tratarlo como a un nene. A Mariana aun le pesaba más no haberle revelado que no era Clara, ni que se dedicaba a limpiar casas para una agencia de colocaciones. Empezó diciéndole que había renunciado a limpiar en el depto de abajo: no quería mezclar las cosas: en la agencia eran muy estrictos. El se puso contento y le prohibió que en su casa volviera a limpiar; quería hacerlo todo él, para que ella no se lastimara las manos. Una noche, en el fragor del amor, a ella se le cayó la cadenita con el dije en forma de M que tenía escondida en el corpiño. El lo levantó del suelo y le preguntó qué era. ¿Acaso amaba a alguien con M o tenía un hijo con M y no se lo había dicho? Ella tartamudeó que Clara era su nombre de bautismo. El verdadero era Mariana. Como él dudara, ella sacó el DNI y se lo mostró. Tomó el DNI y estuvo mirándolo un rato largo página por página, hasta que le preguntó:
–Mariana, ¿vos me querés a mí?
Ella asintió.
–Entonces, cuando vuelvan los chicos a este depto y yo haya rendido: ¿te mudás conmigo?
–Sí –susurró ella.
Tres días después, volviendo del chino, se toparon con Fabián en el ascensor. Al principio, ella no lo reconoció. Estaba totalmente pelado y gordo, con aspecto de oficinista gris; él tampoco pareció reconocerla. Cuando llegaron al 7mo, Ricardo le preguntó:
–¿Vos no limpiabas para el gordo del ascensor?
–No –respondió–. Era otro el dueño; se habrá mudado.
El día que Ricardo se fue del 7mo., Mariana lo ayudó con las carpetas y los libros. Volvió a toparse con su ex en el descanso de la escalera y lo miró por segunda vez; él le preguntó si necesitaba ayuda y ella respondió que no y corrió al hall, al abrazo de Ricardo, dejando a su ex, pálido y con un “¿Mariana?” extraviado en la boca. Enseguida llegó el flete que cargaba los pocos muebles de Mariana y los libros de Ricardo, las cosas que ambos llevaban a Villa Crespo, adonde se mudaban.

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