martes, 19 de enero de 2016

El silencio de Arthur - ¡¡¡¡¡ Excelente !!!!!

El silencio de Arthur

Se me hace cuento

Hugo Horita
“A mis diez años”, me dijo mi amigo Zepo, “mi tío Arthur era el personaje memorable de mi familia. Lo sigue siendo, aunque hace ya más de treinta años que no lo veo. No sé qué habrá sido de él. Como se veía con mi padre, que ya falleció, y mi madre quería mantenerlo lejos, dejó de venir a casa. Nunca supe tampoco cuál era su lazo parental con mi padre; si eran primos directos o políticos, si existía algún lazo parental después de todo. Ni mi padre ni mi madre me lo aclararon. Vivía en Haití, y nos visitaba durante los veranos, cada dos o tres años. Aparentemente en Haití había aprendido los rudimentos de la magia negra. Era un hombre alto, de tez pálida y bigote fino. No parecía especialmente preparado para vivir en el Haití de Papa Doc Duvalier; ni para practicar la magia negra. En enero de 1974, el tío Arthur apareció en casa cuando atravesábamos una crisis exógena: el vecino del quinto –vivíamos en el cuarto– nos estaba volviendo locos a martillazos. Eramos una familia tipo de la calle Paso, entre Sarmiento y Cangallo, mis padres, yo, y la tele. Estábamos preparados para afrontar muy distintos problemas: la posible deriva final del país, la muerte de Perón, un corte de luz, que nos robaran el auto. Pero bajo ningún concepto que un chiflado martillara desde las seis de la mañana hasta las diez de la noche encima de nuestras cabezas. Citaste muchas veces que Asterix sólo teme que se le caiga el cielo sobre la cabeza. Era lo que estaba ocurriendo. No el cielo raso materialmente, sino que esos ruidos terribles eran la forma en que tenía el cielo, la bóveda celeste, de derrumbarse sobre nosotros. Se suponía que el señor Lure, como se apellidaba el vecino del quinto, estaba remodelando su casa, en una época en la cual, como bien recordarás, nadie remodelaba nada. Las casas se compraban o se vendían, no se remodelaban. No cambiábamos lo muebles de lugar. No ampliábamos los espacios ni redecorábamos los ambientes. No existían los lofts. ¿Por qué alguien podía golpear durante 12 horas ininterrumpidas? Estaba casado, con una bella mujer. Ese verano me enseñó que no alcanza con una bella mujer. No es la frustración lo que motoriza a los malvados. De haber tenido yo una mujer así cuando entré en la edad de la razón, te aseguro que no sólo no hubiera martillado esa cantidad de horas, ni siquiera hubiera pisado fuerte. Habría hecho todo lo posible para pasar desapercibido, proteger mi dicha en silencio. Arthur descubrió rápidamente que mi familia sufría el azote del ruido. La armonía familiar corría realmente peligro. Sabía que mi madre no aceptaría ninguna solución propuesta por él, ya que lo consideraba en el mejor de los casos un tarambana y en el peor, un brujo maligno. Y mi padre no podría aceptar ni uno de sus consejos en presencia de mi madre. De modo que Arthur aguardó a encontrarme solo en el living y me mostró un gotero con un líquido muy similar al agua. Me pidió que le extendiera mi mano izquierda y soltó una gota sobre mi palma.
–Aplaudí–me dijo.
Obedecí, y no se escuchó ningún sonido.
–Bastará una gota en el martillo, en cualquier otra herramienta que esté usando el señor Lure–aclaró Arhtur.
“Ahora restaba la pregunta de quién le pondría el silencio a las herramientas del señor Lure. Te confieso que el prodigio me resultó menos sorprendente que la ansiedad y el temor de utilizarlo. Quizás por mi edad, quizás porque la presencia esotérica del tío Arthur volvía aceptable cualquier acontecimiento, por extraño que fuera. ¿Acaso hay algo increíble cuando tenemos diez años? Pasaron dos días y no encontré ninguna ocasión para utilizar el producto, mucho menos a escondidas de mis padres.
“Lo haré yo”, se resignó Arthur.
“Primero subió con la excusa de pedir una tacita de azúcar. Luego trabó conversación con Lure. Unos días después compartió un mate con ambos. El sábado siguiente Lure dejó de martillar; porque martillaba sin pausa también los fines de semana. Alrededor de las tres de la tarde bajó a preguntarnos si no habíamos visto a Genoveva, su esposa. Recién entonces nos preguntamos dónde andaría el tío Arthur, que inicialmente se quedaría hasta el lunes. Lure abandonó el martillo por el resto de mi estadía en ese edificio. Genoveva no regresó. Ni volví a ver al tío Arthur. Lo que sí quedó como un testimonio de que todo eso había efectivamente sucedido fue el gotero, con el líquido que le quitaba el ruido a las cosas. Me lo puse en la palma de la mano, pero aplaudí con el mismo sonido que cualquier otro día. Lo probé en tenedores, espátulas y en el mecano: las cosas seguían haciendo ruido. Pensé, y todavía pienso, que el líquido funcionó en un momento preciso, en un lugar preciso, por una serie de concatenaciones. Del mismo modo que el tío Arthur había logrado silenciar al verdadero mago maligno, que no era otro que el señor Lure. Para cada ruido hay un silencio”.

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