lunes, 4 de enero de 2016

La última cena

La última cena

Exploraciones

¿Hasta Avellaneda?, pregunta para incomodar Ale. ¿No quieren mejor cenar en Luján?, apoya desde la impunidad que da “noorganizarnuncanada” El Comandante. Sí, saben qué, la cena de fin de año es en, anoten, Güemes al 500, en Sarandí. Uno juega con un as y se siente ganador. Aunque esconda las cartas.
Con los muchachos nos hemos encontrado en mil batallas culinarias desde hace dos décadas y uno cada vez que propone una sede se juega la vida. Porque en el reino del gaste un error se paga caro. Y uno en realidad sabe que aunque sea barato, rico, limpito, con mozo copado y cerca de casa, por algún lugar llegará la crítica artera, del tipo “che, pero la Coca estaba caliente” o “rico el pollo pero algo crudo”. Entonces proponer es tenerlas bien puestas y desafiar a esa docena de cuarentones, panzones y criticones, en ese orden. Así que para el último encuentro 2015 el comité organizador (que siempre somos dos o tres) se la jugó fuerte: conurbano nada profundo, a cinco minutos de Constitución y muy cerca del infierno del placer. Porque la verdad, quien no fue al menos por una vez al Tano de Avellaneda no merece juntarse a comer con amigos nunca más.
La reserva estaba para las 23. Amenazados de muerte, el grupo respondió con puntualidad espartana. Cuando pasaron los primeros 10 minutos de espera empezaron las primeras caritas de “y qué onda”. No fue fácil contenerlos. Cuando nos armaron la mesa para 12, casi 23.45, sentí que lo peor ya había pasado.
El auténtico Tano (Juan Caschetto, siciliano), musculosa blanca, delantal azul, pelo blanco y sonrisa compradora, armó la mesa. Y arrancó con un festín para los sentidos, para el alma, para los colmillos de los amantes de la carne. Dicen que Capussotto y Saborido se inspiraron en este bodegón mitológico para armar el genial y grotesco sketch de “La angioplastia”, en el que los que se sientan en la mesa comen montañas de comida que les van trayendo al grito de “uuuahhhhhhh”, “puuuuhhggg”. Como si fuera la última cena de sus vidas y tuvieran que llevarse reservas al más allá.
Acá no hay menú, se come lo que te sirven. Entonces no sorprende que todo arranque con un bandejeo feroz de provoletas, riñoncitos y chinchu. Y que sigan las bandejas de asado, chori y morcillas que como ya empiezan a no entrar en la mesa se van montando arriba de la panera, o de los marrones con ajo. Todo en una ráfaga casi mortal de 10 minutos, en los que no se habló y casi ni nos dimos cuenta de que el tinto de la casa rasposo, la soda, cerveza o gaseosa ni siquiera habían llegado aún. Enseguida las ensaladas y las fritas, a destiempo, justo cuando uno empieza a perder precisamente el sentido del tiempo.
La gula es tal que no hay tiempo ni oxígeno para gastarlo en bromas. Ni River en Tokio, ni la grieta, o el novio que se hace el distraído ante el amor pueden interrumpir tamaña ceremonia. Siento que la batalla esta casi ganada y aún faltan cartas.  Como para matizar la velada, 100 taxistas de Aeroparque celebran cerca nuestro su cena de fin de año. La noche es un infierno. Cuando intentamos tomarnos un segundo para un puchito, aparece el Tanito (Damián, hijo de Juan), flaco, eléctrico y provocador, con kilos de vacío y matambrito a la pizza coronado con huevo frito. Sí, golpe de nocaut y primeras miradas de reconocimiento. Tranquilos, falta. Y activo el botón rojo: chicaneo al Tanito con un “hay un par que se quedaron con hambre”. ¡Para qué! “¿Qué te preparo? ¿Lomo con queso, cebollita y morrón?” Y corre a cambiar los platos de varios al grito de “no seas puto, a qué viniste, comé”. ¿Calidad? A esta altura, solo el asador estrella de nuestro grupo pudo haber pensado que sus cortes cárnicos son mejores.
El final es apoteótico. Con la línea de flotación superada, quebrados en nuestra resistencia y literalmente reventados, llegan los postres. Helados, flanes, Don Pedro, todo en porción triple. Y del cielo caen dos baldes de un champán de dudosa procedencia con sendos potes de helado de limón. Como para bajarlo todo. Imposible.
Al Tano no se va a charlar ni a degustar, se va a juntarse en una liturgia sin límite, una experiencia religiosa, hermanada con los más bajos instintos animales. El de saciar el hambre casi a costa de la vida propia. Imposible entenderlo sin vivirlo. Al menos una vez. Hasta el año que viene, pasaditas las 23. 

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