Un metejón con dientes de leche
Estoy medio enamorada”, dice la chiquilina, apenas 7 años en las pecas. Lo
hace en secreto, cuando los varones de la casa no escuchan, porque sabe que si
la oyeran, las cargadas se estirarían por meses como las vocales del “¡tiene
noviooo!” Preguntás y ahonda: “Cuando hablamos en la escuela, me siento rara”,
dice. “Como encendida” completa tu memoria de tango, un ritmo tan ajeno a los
caramelos masticables y los recreos largos, y sin embargo, sabihondo en
pasiones, que de eso se trata un metejón aunque lo vivamos con dientes de leche.
“El libro de los chicos enamorados”, de Elsa Isabel Bornemann, clásico infantil de la literatura argentina de los 70, reeditado en 2006, le rindió homenaje a los amores que nos desperezan temprano en poemas para “declararse, amigarse o enojarse”. Se lo dedicó a Gregory Peck, un actor de ojazos verdes que la flechó a los cinco.
Todo eso le contás a tu hija, pero la charla (la primera de mujer a mujer) estaría incompleta sin la confidencia que espera. Se queda quietita escuchando cómo te enamoraste vos por primera vez, a los cuatro años y durante un viaje, de un botones de hotel jovencito y tarambana, que te daba charla para engordar sus propinas.
El último día te regaló una rosa roja, que deshojaste en el aeropuerto, entre el despecho y la pena porque no ibas a verlo nunca más. “Me ligué un reto fenomenal de mi papá por llenar de pétalos el piso”, rebobinás sonriendo. Ella te abraza: “Los grandes no entienden, Má.”
Raquel Garzón
rgarzon@clarin.com
“El libro de los chicos enamorados”, de Elsa Isabel Bornemann, clásico infantil de la literatura argentina de los 70, reeditado en 2006, le rindió homenaje a los amores que nos desperezan temprano en poemas para “declararse, amigarse o enojarse”. Se lo dedicó a Gregory Peck, un actor de ojazos verdes que la flechó a los cinco.
Todo eso le contás a tu hija, pero la charla (la primera de mujer a mujer) estaría incompleta sin la confidencia que espera. Se queda quietita escuchando cómo te enamoraste vos por primera vez, a los cuatro años y durante un viaje, de un botones de hotel jovencito y tarambana, que te daba charla para engordar sus propinas.
El último día te regaló una rosa roja, que deshojaste en el aeropuerto, entre el despecho y la pena porque no ibas a verlo nunca más. “Me ligué un reto fenomenal de mi papá por llenar de pétalos el piso”, rebobinás sonriendo. Ella te abraza: “Los grandes no entienden, Má.”
Raquel Garzón
rgarzon@clarin.com
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