Clarín 3 Nov 2015
Diego Geddes dgeddes@clarin.com
Una tensión infinita: los que están jugando los últimos minutos del turno de una cancha de Fútbol 5 y los que esperan para entrar a esa misma cancha. Los primeros quieren jugar hasta el fin de los tiempos. Los que quieren entrar ya están disfrazados de jugadores y no les importa el gol que le falta a un equipo para empatar el partido. Esa tensión la resuelve un burócrata de paso cansino, que toca un silbato y diluye la tensión (a él solo le importa que la cancha esté paga antes de empezar el turno).
En la cancha de los miércoles, abajo de la autopista, esa tensión desaparece por un hecho novedoso pero, al parecer, cada vez más frecuente. En el turno anterior juegan 10 chicas, algunas muy bonitas, otras no tanto, algunas muy habilidosas, otras novatas con entusiasmo. Por esas cosas de la corrección política, la espera suele ser un poco incómoda: ¿está bien que las veamos jugar? ¿Las vemos para ver cómo juegan o las vemos para ver los hombros al aire, las gambas, las calzas cortitas? ¿Acaso podemos separar una cosa de la otra? Me hago cargo de lo mío: las veo porque me sorprende lo diferente. Las veo porque es mucho mejor que ver 10 hombres transpirados, boludones, peleadores por nada. Las veo porque me resulta admirable lo bien que usa el cuerpo una delantera grandota (debería decir lo bien que pone el culo para defender la pelota, pero no sé cómo le caerá).
Y, sobre todo, las veo porque son un poco torpes, es cierto, pero también porque una vez me vi jugando al fútbol en un video. Y no, yo tampoco soy Batistuta.
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