Clarín
- 4 Dec 2015
- Magda Tagtachian mtagtachian@clarin.com
La primera vez que lo escuchó fue desde un camión que levanta la basura, ni bien salía de la peluquería: “¡Qué salud!”, le llegó con pasión. La segunda la alcanzó mientras corría de noche por Palermo, también desde otro recolector: “¡Qué salud!” A la tercera, asumió que debe ser el piropo de moda. Recién terminada la clase de yoga, caminaba por el barrio, todavía en el ensueño de los últimos minutos de la relajación. En eso la despierta un “¡qué salud!”. Primero se incomodó. Y al segundo se enorgulleció.
Miró al conductor. Ni tan joven ni tan viejo, en su camioneta con micrófono y megáfono gigante cantaba: “Heladeras, lavarropas, sillas, mesas, compro, comprooo…”. “Gracias”, le contestó y sonrió. Pensó que ahora se había incomodado él, pero rápidamente retrucó: “¿Sos profesora?”. Ella iba con sus calzas y la colchoneta enrollada bajo el brazo, imitando el sol con la cara. “Algún día, tal vez”, soñó. “A mí también me gustaría hacer gimnasia o correr”, soñó él. “Siempre estoy manejando y excedido de peso”, explicó. “Sentate más derecho, la cola bien cerca del respaldo, la espalda erguida y respirá. Y si podés, caminá. Aunque sea un poco. Mirá el cielo. Gesticulá porque sí”, pasó su receta de bienestar exprés.
Ya habían recorrido juntos dos cuadras, ella por la vereda y él por el empedrado desierto. “Gracias, lo voy a intentar”, dijo él y ahora sonrió él. Le dio felicidad. En la avenida, cada uno dobló para su lado y para su vida. Desde entonces, cada vez que se distrae de sus propios sueños, ella se repite: “¡Qué salud!” Respira y vuelve a empezar.
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