En penumbras, la ciudad arde
Sería injusto decir que los cortes de luz son ininterrumpidos. Porque la luz cada tanto vuelve. No hay un continuado: más o menos no tenemos luz nunca, pero más o menos a veces vuelve. Ojo, hay una lógica. Con luz día y medio; dos días a lo sumo. Después, jornada entera de cuarto oscuro sin cuarto intermedio. Yo digo que al que se le despierten las pasiones, así, con la garrapiñada de fin de año pegoteada en la sidra sin heladera ni ventilador, es un prócer. Lo bueno es que como el ciclo se repite, no sorprende. Tipo seis te extirpás del subte que revienta de abandonados por Rexona, con la frente marcando ochenta grados de gota gorda (jamás “la” formación con aire). Lo que sigue es usual: en la vereda donde en pose de mañanitas baldeaba el encargado, tu destino trágico signado por los generadores eléctricos.
Y así renace el círculo vicioso, calesita siniestra sin salida ni asiento eyector. Déspota insensible que te entierra, en la última neu- rona fresca de diciembre, el cero ochocientos para reclamos y tu número de cliente seguido de numeral. Tercer verano así. En oferta: por los frío-calor tampoco hay luz en invierno. Son doce pisos por escalera.
Ascendés, pero no avanzás. Como El Eternauta que Borges arrojó a la Biblioteca de Babel, ilimitada y periódica. “Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza”. Así viajamos. En busca de la luz.
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