miércoles, 10 de febrero de 2016

Evocación del Flaco Spinetta

PASIONES ARGENTINAS. A cuatro años de su muerte.


El apenas había empezado la secundaria cuando conoció a ese tipo que le dio las primeras lecciones sobre los alimentos del alma: qué libro leer, con un disco de tapa verde que se llamó Artaud. Qué música escuchar, con su Muchacha ojos de papel. O el que también le había enseñado que no hacía falta pedir permiso para entrar al universo de la poesía, que la única muralla para saltar era uno mismo. Y el que, más cerca en el tiempo, le enseñó a perderle miedo a la muerte, cuando dijo “voy hacia una curación definitiva”.

Los años pasaron. Los adolescentes se transformaron en adultos. Pero la pasión por El Flaco siguió igual, era inoxidable. Eterna.

En eso estaba pensando cuando recordó la frase de su amigo Cacho, que había dicho que cuando se muriera quería que lo llevaran a la Chacarita, a la misma tierra que Gardel y el General Perón. Cuando la enfermedad lo venció, la última voluntad de Cacho se cumplió y fue a dormir junto a sus próceres.

Algunos años después, un 8 de febrero de 2012 cuando él estaba de vacaciones se enteró por un mensaje de texto que le envió su hijo que había muerto Luis Alberto Spinetta.
Meses más tarde, tomado por una conmoción que no terminaba de sanar, pensó: “Mi querido amigo Cacho, voy a adaptar tu ejemplo, sé que me vas a entender. Vos con tu Gardel. Yo con el mío”.

Y se imaginó que cuando ese mismo momento le llegara, su lugar fuera de este mundo tendría que estar en las aguas del Río de la Plata, lo más cerca posible de la esencia de aquel genio flaquito que había inspirado las mejores cosas de su vida.

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