Saborear la vida y el arte
Pasiones argentinas.Jorge Velázquez
El club de jazz de la avenida Callao estaba listo otra vez, como casi todas las noches, para el rito sagrado de la música. Sentado al piano frente a un auditorio respetuoso y atento, el músico, ya entrado en años, acarició las teclas con maestría y sensibilidad. Para quienes conocían su trayectoria, no necesitaba mostrar pergaminos, aunque los tenía de sobra. Al piano o con su flauta (esa noche había dejado en casa su saxo por recomendación del médico que lo operó de la vista, según contó frente a todos los que escuchaban) expresaba con cada nota una declaración de principios: no existen los límites temporales o físicos cuando la decisión es disfrutar de lo que se hace.
En el entreacto, como orgulloso anfitrión, se paseó entre las mesas, saludó con amabilidad, recibió elogios y los devolvió. De regreso al escenario, presentó un tema de Chico Buarque, ése que habla de un músico que llora y llora, hasta que su llanto se hace canto y así redime su pena. Entonces, acompañado sólo con su piano, el Maestro se puso a cantar y transportó a los presentes hasta ese camarín lleno de lágrimas al que alude la canción. Tras una maravillosa interpretación, llegaron los aplausos. Y él, con una gran sonrisa agradecida, comentó con el énfasis de quien confiesa su mejor travesura: “¡La canté, me di el gusto!”.
Entre el público, alguien, emocionado, soltó un solitario aplauso que contagió al resto y redondeó una ovación. Había confirmado que estaba frente a un ejemplo de pasión por la vida y el arte, dos cosas que, al fin de cuentas, suelen ir de la mano.
Jorge VelázquezEn el entreacto, como orgulloso anfitrión, se paseó entre las mesas, saludó con amabilidad, recibió elogios y los devolvió. De regreso al escenario, presentó un tema de Chico Buarque, ése que habla de un músico que llora y llora, hasta que su llanto se hace canto y así redime su pena. Entonces, acompañado sólo con su piano, el Maestro se puso a cantar y transportó a los presentes hasta ese camarín lleno de lágrimas al que alude la canción. Tras una maravillosa interpretación, llegaron los aplausos. Y él, con una gran sonrisa agradecida, comentó con el énfasis de quien confiesa su mejor travesura: “¡La canté, me di el gusto!”.
Entre el público, alguien, emocionado, soltó un solitario aplauso que contagió al resto y redondeó una ovación. Había confirmado que estaba frente a un ejemplo de pasión por la vida y el arte, dos cosas que, al fin de cuentas, suelen ir de la mano.
jvelazquez@clarin.com
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