La sabiduría de saber perdonar
Pasiones argentinas.Silvia Fesquet
Llorábamos las dos mientras me lo contaba. Su divorcio, más de quince años atrás, no fue sencillo. Violencia, física y verbal, agresiones diversas, y una suma de mezquindades que suelen aflorar, agravadas, en esas circunstancias. Hubo una internación, producto de los golpes, un muy difícil volver a empezar, un lento sanar de las heridas del cuerpo y del alma. En el medio, la incomprensión, inexplicable, de parte de ambas familias: su suegra defendía a su único hijo; su propia madre lamentaba que ella, a pesar de todo el calvario, fuera capaz de abandonar “a un buen partido”. Cada uno siguió adelante rearmando sus pedazos.
Pasaron el tiempo, y sus circunstancias. Unos meses atrás, la tercera inundación en menos de ocho años la decidió a abandonar la casa que había armado para albergar sus sueños: se mudaría a Capital, con sus hijos y otros sueños.
Entre una operación inmobiliaria y la otra, necesitó un techo para pasar el interregno. Y allí ancló, en la casa de la abuela de sus chicos, su ex suegra. Ya anciana, con algunas dificultades y una enorme soledad a cuestas, la mujer la cuidó como una madre, la esperó con la comida lista cuando volvía de trabajar, exhausta, le dio los mejores consejos, la obligó a pararse firme sobre sus pies, y le dijo, finalmente, aquello que entonces no supo o no pudo: “Mi hijo se portó muy mal con vos, y yo también. ¿Serás capaz de perdonarme?”.
Cuando su nueva casa estuvo lista, no hubo quien pudiera separar, en la despedida, el abrazo interminable en que se fundieron.
Silvia FesquetPasaron el tiempo, y sus circunstancias. Unos meses atrás, la tercera inundación en menos de ocho años la decidió a abandonar la casa que había armado para albergar sus sueños: se mudaría a Capital, con sus hijos y otros sueños.
Entre una operación inmobiliaria y la otra, necesitó un techo para pasar el interregno. Y allí ancló, en la casa de la abuela de sus chicos, su ex suegra. Ya anciana, con algunas dificultades y una enorme soledad a cuestas, la mujer la cuidó como una madre, la esperó con la comida lista cuando volvía de trabajar, exhausta, le dio los mejores consejos, la obligó a pararse firme sobre sus pies, y le dijo, finalmente, aquello que entonces no supo o no pudo: “Mi hijo se portó muy mal con vos, y yo también. ¿Serás capaz de perdonarme?”.
Cuando su nueva casa estuvo lista, no hubo quien pudiera separar, en la despedida, el abrazo interminable en que se fundieron.
sfesquet@clarin.com
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