Mucha fiebre
Yo no quería venir a Valizas, por ejemplo, por el olor metálico del agua de pozo. Hubo un tiempo en que ese tipo de cosa no me molestaba, incluso me resultaba atractivo, pero ya estoy cerca de los cuarenta y necesito cierto grado de confort para poder disfrutar de cualquier actividad. A mi hija parece no importarle la precariedad. Tiene tres años y está en el fondo, a la sombra, jugando con un bebé de goma. Le está escuchando el corazón con un estetoscopio rosado que le regaló la abuela para navidad. Me dice que el bebé está enfermo. Mi hija cargó agua en un baldecito de plástico de los que lleva a la playa y cada tanto moja un paño y lo pone sobre la frente del bebé de goma. Entonces le pasa la mano por la cabeza y le canta una canción de cuna. – ¿Estás enfermo?– me dice. –Estoy sanito. –¿Querés que te cure?– me dice, y le digo que sí, que me duele la garganta y el pecho. Abre su maletín rosado de doctora y dejo que me revise. Me pone el termómetro rosado bajo el brazo y me pide que abra la boca bien grande. –Ahora acostate en la camilla– me dice. El piso está cubierto de arena y sin embargo apoyo la cabeza y cierro los ojos mientras mi hija me escucha el corazón. Mi mujer se asoma a la puerta y dice que va para lo de Tita. Le pregunta a Emma si quiere ir.
–Primero tengo que curar a papá. Tiene mucha, mucha fiebre –dice mi hija aunque todavía no miró el termómetro.
En su maletín rosado de doctora tiene una jeringa rosada para aplicar los remedios, pero ella prefiere los paños fríos. Le saca el paño al bebé, lo moja en el agua del balde, lo pone sobre mi frente y dice que me quede quietito. Unas gotas me caen por la cara y puedo sentir otra vez el olor metálico del agua de pozo. Le digo que me duelen los ojos y entonces, cuando se acerca a revisarme, puedo ver su cara recortada contra el cielo celeste del mediodía. No hay nada más hermoso. Los ojos grandes y verdes como los de la madre, la piel dorada, el poroto de la nariz y la sonrisa, la más luminosa perfección. Todo el mundo lo dice, no es sólo un delirio de padre. Creo que podría darme cuenta si no fuera tan hermosa, como puedo, por ejemplo, reconocer que no es muy coordinada para el baile y que otras compañeras del jardín bailaron mejor que ella en la coreografía de fin de año. –Ya estás curado– dice y me da un beso en la frente. Salimos a caminar por la playa. En ese rancho vivía la chica argentina que mataron el año pasado, pienso. Se puede ver el techo a dos aguas y una ventana cerrada. Pienso que podría decirle eso a mi hija, decírselo con las mismas palabras con las que lo pensé. No creo que le afecte esa información, podría contarle todo y ella lo olvidaría por completo en los siguientes quince segundos. De todas formas, decido no hacer el experimento. Caminamos en silencio trescientos metros y antes de llegar al arroyo nos detenemos, mi hija y yo, y hacemos un castillo en la arena húmeda, una construcción estupenda decorada con caracoles y ornamentos góticos, y una fosa profunda para protegerla del agua y del peligro en general. Cuando terminamos, mi hija corta tres palitos de distintos tamaños y los clava en la torre mayor.
–Vos y yo y mamá– me dice. Noto que se adjudicó a ella, y no a su madre, el palito mediano, y hubiera pensado en eso, quizá hubiera elaborado una teoría psicológica, una explicación de esas que resultan tan redondas y accesibles, si en ese momento no hubiera irrumpido el ruido de un helicóptero, un aparato viejo de la Prefectura que pasa en vuelo rasante de Este a Oeste, tan cerca que se puede sentir el viento cálido en la cara.
Mi hija me aprieta la mano y siento la necesidad de alejarnos. Cruzamos el arroyo en bote y subimos a las dunas más altas. Quedamos parados en el filo, y nos dejamos asombrar por el paisaje: se puede ver todo el pueblo, y la playa, y nuestro castillo todavía firme en la arena. Después bajamos a las corridas gritando fuego, fuego. En la base de la última duna, cerca de una roca gigante, se ve un bulto negro.
–¿Sabe qué es eso, señor? –me dice un niño de unos nueve años que aparece por detrás. –Parece un pájaro muerto. –Vamos a ver– me dice. Mi hija me toma de la mano mientras nos acercamos. No sé qué tipo de pájaro será, nunca vi algo así. Es del tamaño de un cisne, el plumaje negro y ampuloso. No tiene cabeza.
–Vamos más cerca– me dice el niño y mira en dirección a la roca.
Puedo distinguir las manos de otros niños escondidos detrás de la roca y la tanza sobre la arena y entonces el pájaro negro mueve un ala para adelante y para atrás. No deja de moverse y Emma me pide upa y empieza a llorar. Una niña y un niño salen de atrás de la roca.
–No te asustes, era una broma– le dice la niña a Emma y le muestra la tanza atada al ala. –Era de juegüito. –¿Qué pájaro es?– pregunto. –No sé. No tenía cabeza. Mi hija me pide que la baje a la arena y se acerca al pájaro. –No tiene cabeza, le voy a contar a mamá– dice y se larga a reír.
Emma quiere tocar la parte donde debía estar la cabeza pero la herida está llena de moscas y no la dejo meter la mano. Ya es hora de salir del rayo directo del sol, y sin embargo siento que tengo que ayudar a los niños a desarrollar su truco.
–¿Tienen más tanza?– les pregunto.
Vamos detrás de la roca y me muestran una caja de plástico con tanza y otros accesorios de pesca.
–Hay que atar las dos alas con la misma tanza y llevar el otro extremo hasta la roca.
Probamos con el bicho en distintas posiciones hasta que todos estamos de acuerdo en que la ilusión es perfecta: el pájaro bate las alas simultáneamente como si quisiera largarse a volar.
–Otra cosa– les digo. –No vayan a buscar a la gente. Dejen que se arrimen por su cuenta y entonces zas, los agarran desprevenidos.
Me invitan a quedarme a jugar pero el sol pega fuerte y Emma empieza a pedir por la mamá y a decir que quiere tomar jugo de manzana. -Otro día –les digo. Me saludan y puedo notar que están genuinamente agradecidos por las mejoras que aporté a su truco.
Esperamos el bote para volver a cruzar. Se puede ver nuestro castillo del otro lado del arroyo. ¿Por qué se habrá adjudicado el palito mediano?, pienso. En realidad, no había tanta diferencia entre el palito mediano y el pequeño, un centímetro a lo sumo, pero cuando los clavó en la torre de arena y les adjudicó su correspondencia, hundió al pequeño más de la cuenta, como si quisiera enfatizar la diferencia de estatura con ensañamiento.
Hay un perro negro husmeando cerca de nuestro castillo. Arrima el hocico a la torre mayor y pienso que en un segundo puede destruirlo todo. La miro a Emma: no parece haber visto al perro, y si lo vio no demuestra ninguna preocupación. Se escucha una orden, un grito agudo que proviene de la orilla, de una señora con una malla entera color beige, y el perro se aleja del castillo. Corre en dirección al agua y chapotea a los pies de su dueña.
-No tiene cabeza el pájaro, le voy a contar a mamá –dice Emma cuando está llegando el bote. -Sí, hay que contarle a mamá –le digo. -Yo quiero ser el capitán del bote rojo –me dice. –Voy a contarle a mamá que soy el capitán del bote rojo.
Ganó la 18° edición del premio por su obra “¿Qué se sabe de Patricia Lukastic?”. Es autor del libro de cuentos La caricia como método de tortura (2007) y de la novela Rugby (2010).
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