Clarin.com Ciudades 24/10/15
El pizarrón
Se me hace cuento.
Ilustración: Hugo Horita
Era la primera vez que votaba en el Once desde su regreso al barrio. Había peregrinado por Palermo y Colegiales. Hijos y esposa primero; concubina después. Ahora Natalio vivía en la casa de su fallecido abuelo, sobre la calle Jean Jaurés. Por pereza y por ir con sus hijos, siguió votando en la dirección de Palermo. Pero cuando renovó el DNI, puso el nuevo domicilio. No reparó en el lugar de la votación hasta que llegó a la puerta: era la escuela estatal de su primer grado. El edificio, ahora remozado, había sufrido en los años 70 una suculenta invasión de ratas.
Poco antes del fin del año lectivo 1973, la profesora Estefanía les había dado una clase sobre “valores”. El país se estremecía en un escándalo de sangre, desde la masacre de Ezeiza hasta el asesinato de Rucci. Pero la profesora Estefanía, sexagenaria, de todos modos se había tomado el tiempo, entre Geografía e Historia, para brindar a sus alumnos de primer grado una clase sobre “valores”. Natalio creyó, por lo inusual de la palabra, que trataría sobre jugadores de fútbol. Aunque sus expectativas oscilaban entre la curiosidad y el aburrimiento, Natalio sentía una gran simpatía por su maestra. Al comenzar la primavera, Estefanía les había mostrado a sus alumnos una maceta con una única flor a punto de marchitarse mortalmente. La maestra había anunciado: “Miren esto”. Y mientras regaba la tierra, la flor había revivido. Por eso ahora le prestaba atención aunque anunciara algo tan elíptico como una clase sobre “valores”. No se limitaría a hablar, explicó Estefanía, anotaría en varios papeles diversas palabras, los alumnos deberían leerlas y escribir o dibujar algo al respecto; luego leerían en voz alta, y conversarían sobre cada uno de los temas. Estefanía tomó asiento y comenzó a escribir con lentitud las palabras, en trozos de papel de no más de un pulgar de tamaño, cerrándolos en rollos como papiros. Los alumnos esperaban juiciosamente, apenas un murmullo de vez en cuando. Repentinamente, el pizarrón dio un respingo. Estefanía alzó la cabeza mirando a los alumnos, como si alguno hubiera emitido algún ruido molesto. Pero los alumnos, Natalio incluido, miraban espantados el pizarrón: no cabía ninguna duda, se estaba moviendo solo. Golpeaba contra la pared. Estefanía reaccionó sin cuidado:
–¿Es un terremoto?– preguntó en voz alta.
Pero nadie le respondió: nada en el resto del aula se movía. Sólo el pizarrón. Se alzaba de la pared y volvía a dar contra ella, como agitado por un fantasma. Por fin, una gigantesca rata salió debajo del pizarrón y se lanzó hacia los pies de los alumnos, por debajo de los pupitres. Natalio alguna vez había vuelto a soñar con ese roedor enorme; y en esos sueños invariablemente lo despertaba el ruido del pizarrón al golpear contra la pared. En aquella aparición bestial, Natalio recordaba el alarido de una de las niñas; todos se habían puesto de pie al unísono y abandonado el aula en estampida. Sólo Estefanía había permanecido allí, parada arriba del escritorio, con sus papeles cayendo a los costados, como un capitán hundiéndose con su barco.
Las clases se habían terminado aquel mismo día, hasta el año siguiente. Pero precisamente por ese incidente, Natalio cambió de colegio. Ahora el destino lo regresaba. La fila para votar era breve. Cuando entró al cuarto oscuro, sintió un ligero mareo. Era el mismo aula. Una especie de ahogo le atenazó la garganta por un instante: una flor única en una maceta terracota. Se tapó la boca. Como un testigo mudo, el pizarrón montaba guardia desde la noche del tiempo. Las letras de tiza habían sido mal borradas el día anterior, pero lo suficiente como para que no se descubriera de qué asignatura había tratado la clase. Todavía, en la era digital, alguien escribía con tiza en el pizarrón. Alguien se preocupaba por borrar las palabras con un trapo húmedo o un borrador de felpa. Miró las boletas, pero no encontraba a su candidato. ¿Cuánto tiempo había pasado? Mientras revisaba entre los pilones de papel, el pizarrón, inconfundiblemente, comenzó a agitarse hacia atrás y hacia delante, a estremecerse como poseído por un terremoto. Natalio observó estupefacto y aterrorizado el fenómeno; pero en lugar de aparecer la inmensa rata, apenas si se deslizó debajo del pizarrón un pequeño rollo de papel de hoja de carpeta. El pizarrón detuvo su percusión con la misma autoridad con que la había iniciado. Impulsado por lo desconocido, Natalio recogió el papel del suelo y lo extendió: “Libertad”. Se lo guardó en el bolsillo y descubrió dónde estaba su boleta.
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