Maestras que no se olvidan
El mayor, el índice y el pulgar se amontonaban para sostener el vaivén circular de la lapicera de pluma. El papel en blanco se brotaba de letras azules. De repente, se formaba una burbuja de tinta y se pinchaba en medio del renglón, para desesperación del papel secante. Todos los veranos, por encargo de la señorita Adela, los alumnos de la Escuela 16 de Villa Domínico escribían una carta con destino a Salsipuedes, Córdoba, y esperaban la respuesta con la ansiedad de los que desenvuelven un alfajor.
Era realmente una tarea fantástica de las vacaciones, un ejercicio fuera de programa, que mantenía a los alumnos concentrados en el uso de las reglas ortográficas y los mecanismos necesarios para expresar sentimientos.
Había además un toque de misterio: la dirección de la destinataria no tenía número. Sólo figuraba la calle, a la que había que sumarle la sigla “S/N”. Surgían las preguntas: “¿Cómo hacía el cartero para encontrar a la maestra y entregarle nuestro mensaje en mano?”, “¿Cuán extensa era esa calle de un pueblo que encima tenía nombre de laberinto?”, “¿Era un canal de comunicación seguro?”.
Parece que sí, porque a las dos semanas, la respuesta llegaba: ¡No se podía creer la cantidad de cariño que entraba en una carilla, el amor por la educación de esa maestra espigada que dedicaba horas de su descanso a mantener vivo el vínculo con sus alumnos!
Eso pasó cuando no existía el celular. Aunque si el cielo tuviera Wifi, muchos de esos chicos escribirían hoy al menos un mensajito que diga: “Gracias, señorita Adela”.
Pablo CalvoEra realmente una tarea fantástica de las vacaciones, un ejercicio fuera de programa, que mantenía a los alumnos concentrados en el uso de las reglas ortográficas y los mecanismos necesarios para expresar sentimientos.
Había además un toque de misterio: la dirección de la destinataria no tenía número. Sólo figuraba la calle, a la que había que sumarle la sigla “S/N”. Surgían las preguntas: “¿Cómo hacía el cartero para encontrar a la maestra y entregarle nuestro mensaje en mano?”, “¿Cuán extensa era esa calle de un pueblo que encima tenía nombre de laberinto?”, “¿Era un canal de comunicación seguro?”.
Parece que sí, porque a las dos semanas, la respuesta llegaba: ¡No se podía creer la cantidad de cariño que entraba en una carilla, el amor por la educación de esa maestra espigada que dedicaba horas de su descanso a mantener vivo el vínculo con sus alumnos!
Eso pasó cuando no existía el celular. Aunque si el cielo tuviera Wifi, muchos de esos chicos escribirían hoy al menos un mensajito que diga: “Gracias, señorita Adela”.
pcalvo@clarin.com
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