El encuentro casual
Se me hace cuento
Mi amigo Lartes, que vive en Chile hace tres lustros, vino a Buenos Aires recientemente con el único propósito de visitarme. Lo recibí con un mate en mi oficina y mientras miraba los libros que yo había acumulado en los años sin vernos, comenzó la siguiente historia: “No me gusta el avión. Primero crucé a Mendoza en auto y luego, en un recorrido que no quiero detallar, a la Capital en tren. En el asiento de enfrente una mujer –¿debo aclararte: muy bella?–, quizás algo menor que nosotros, leía Las confesiones de Fray Calabaza, de José Mauro de Vasconcelos. Me llamó la atención porque, si bien Vasconcelos es un autor muy conocido, ese libro en particular no es fácil verlo por las calles, al menos en Chile o en Argentina. Por otra parte, la tapa estaba partida a la mitad. Abajo había sido suplida con un pedazo de cartón pintado de gris y pegada con pegamento al trozo restante de tapa original. De inmediato supe que ese era el ejemplar que yo le había prestado a Herrera, en el colegio Mariano Moreno, en septiembre del 82. ¿Cómo había llegado a manos de esa ninfa? Señorita, interrumpí su lectura, no me tome por un insolente, pero si avanza hasta la contratapa, por supuesto sin pispear el final, verá que escrita en birome negra figura una frase de Jauretche sobre un perro y un collar. La mujer primero me miró con miedo, que es la marca de la inseguridad en este país; luego con curiosidad, finalmente alcanzó la contratapa y sonrió asombrada. No entiendo cómo pude haber citado a Jauretche, le expliqué, que era neutral durante la Segunda Guerra. Hoy sin duda hubiera apostillado el libro con una frase de Borges, que fue decididamente antinazi. Pero yo era un adolescente por entonces. En cualquier caso, si sirvió para arrancarle a usted una sonrisa, vale. Ese libro es mío, detallé. Se lo presté a Salvador Herrera en el año 82. La mujer me explicó que el libro pertenecía legítimamente a su ex marido, Yano Pesit, quien lo había comprado en el parque Rivadavia en el año 84; ella ya lo había leído, en el año 91, pero se había encontrado el libro de casualidad en un cajón, mal asignado en la división de bienes, que durante años no había querido abrir, y le habían entrado ganas de releerlo, en parte también por los primeros tiempos felices de aquel matrimonio. No pude más que deducir que Herrera había olvidado regresarme el libro antes de que mis padres me llevaran por primera vez a vivir a Chile, nunca más nos vimos y finalmente lo había vendido en el Parque, a pocas cuadras del colegio. La mujer de pronto se rió. Le pregunté por qué. Sucedía que el libro había sido determinante en su separación. Su por entonces marido le había prestado el libro a un amigo, Ernesto Geradini. Geradini encontró cien pesos adentro del libro y llamó a Yano para decirle, pero se lo dijo a la mujer, que fue quien atendió. Ella le pidió por favor que no dijera nada, ya que marido y mujer habían discutido por esos cien pesos pocos días atrás, los habían dado por perdidos echándose mutuamente la culpa, y finalmente era ella quien los había olvidado dentro del libro. Ernesto aprovechó el secreto para acercarse deslealmente a ella. Yano, le dijo, era gay. Sí, confesó ella, no lo sabía, pero lo sospechaba. En el libro Ernesto dejó un mensaje cifrado de encuentro para ella. Yano interceptó el libro antes de que ocurriera algo y, efectivamente gay, de todos modos molió a golpes a Ernesto, por desleal. Quieras que no, me dijo finalmente la mujer en el tren, estoy yendo a devolver el libro a la casa del arquitecto Ernesto Geradini. ¿De modo que entre ustedes dos finalmente ocurrió algo, que duró tanto tiempo como desde cuando cien pesos valían una discusión? No, me dijo: entre Ernesto y Yano. Son pareja según la ley de matrimonio igualitario. Bueno, dije, deberías devolverme el libro a mí, que nunca dejé de ser su dueño, pero te lo dejo a cambio de tu teléfono. No, dijo ella, debo devolverlo a quien me lo prestó, aunque ahora involuntariamente, mi ex marido. En todo caso, vos deberías acercarte a la casa de Geradini y explicarle la situación. Ya ves lo que pasa cuando no se devuelven los libros. Me dio su mail, pero no me dijo cómo se llamaba: me advirtió que es un dato que sólo me brindará si me gano su confianza. Todavía no me contestó. ¿Me podés prestar ese libro?”, preguntó Lartes. –No –dije– Mejor compratelo.
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