domingo, 27 de abril de 2014

Un patético límite al poder humano

POR MARCELO A. MORENO

26/04/14 – Clarin

La humanidad desde fines del siglo pasado hasta estos principios del nuevo, y de la mano de la revolución científico tecnológica, ha conquistado logros y maravillas que superan muchos de los sueños de la ciencia ficción. Desde la elaboración del mapa del genoma humano hasta los rastros de agua que unos cacharros inusitados descubrieron en Marte y transmitieron a la Tierra, pasando por la victoria contra el Sida –convertida en gran parte del mundo en una enfermedad crónica- y el hecho imprevisto y rotundo de que casi la mitad del género humano esté conectado a través de Internet.

Mucho nuevo bajo el mismo sol.

Pero también es cierto que ha acumulado fracasos rimbombantes. No pudo –no lo quisieron los países que más lo provocan- vencer al calentamiento global, lo que ya trae y seguirá trayendo un mundo más caótico e imprevisible, con consecuencias difíciles de mensurar pero que serán de todo menos lindas. Tampoco logró que el desarrollo económico en vastas zonas del planeta, especialmente en Latinoamérica y en Asia, viniera acompañado por la equidad social. O que las democracias genuinas dejaran de ser una selecta minoría, mientras se siguen imponiendo totalitarismos, dictaduras y tiranías de los más distintos y perversos pelajes.

La última gran derrota puntual ha sido la desaparición el 8 de marzo del Boeing 777, que partió desde Kuala Lumpur con destino a Pekín y que aún hoy es buscado en aguas cercanas a Australia. No se trataba de un Cessna: en él viajaban 239 personas, de las que nada se sabe. Catorce países intervienen o intervinieron en el rastreo, entre ellos potencias que han hecho de las hazañas tecnológicas los estandartes de su orgullo, como Estados Unidos, Japón y China. Pero nada, nada de nada, ni siquiera un pedazo de fuselaje para indicar al menos dónde pudo haberse consumado la tragedia.

Radares de todo tipo, aviones del color que usted quiera, buques con sofisticados equipos de rastrillaje, submarinos con los sensores más refinados, todo ese arsenal que representa el colmo excelso de la tecnología que el mundo concibió en la materia desplegado durante más de un mes y medio no sirvió para un pomo y quedó rendido ante el misterio. Porque no hubo aviso, no hubo alarma alguna y de pronto la aeronave, presumiblemente fuera de su ruta, se disipó en un enigma repleto de dudas.

Misterio que, como daño colateral, sirvió para enarbolar un rosario de las teorías más racionales, desde un atentado terrorista reivindicado por nadie hasta la ya tradicional y sobre todo tan sensata irrupción de los OVNIS.

Desde luego hay naciones más debilitadas que otras por esta frustración monumental. China, que se jacta de ser la segunda superpotencia, sobre todo militar, y acaso la economía más dinámica del planeta, es la más afectada: 152 de los pasajeros eran chinos, entre ellos 19 artistas que patéticamente volvían de una exposición de caligrafía en la capital malaya. Desde luego, a las autoridades tan autoritarias del totalitarismo comunista chino no les desvela precisamente el destino individual de sus ciudadanos. Pero no pudieron evitar que las protestas de los familiares de las víctimas dieran la vuelta al mundo a través de fotos y videos en Internet. Y eso no deja de macular el prestigio indescifrable y con cero de glamour del Imperio más antiguo del mundo.

Sin embargo, el fracaso es generalizado porque es la civilización entera la que no ha podido contra el accidente, tanto que ni siquiera consigue, con sus medios casi todopoderosos, lograr un mero signo, la sombra de una huella de la desgracia. Se trata de un papelón puro y duro, sin matices ni claroscuros. Como si un dios de humor negrísimo y pedagogía cruel quisiera marcarle, con horror y dolor, un límite feroz al poder humano.

Aunque para algunas mentes brillantes -como nos instruyó esta semana la de la doctora de Kirchner- “no hay nada nuevo bajo el sol”, no hubo ningún fracaso en la lucha contra la inseguridad, que tiene en el país la misma envergadura que en 1993 -¿por qué no, la de tiempos de Caín y Abel?-, la historia acaso sea regida por un motor inmóvil y el avión malayo, al fin y al cabo, haya llegado perfectamente a su destino.

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