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- Opinión
- 25/05/14
Tribuna. Las elecciones de hoy definen la unidad o el estallido en nacionalismos y populismos.
Por Fernando Savater. Filósofo y escritor español.
Las elecciones de hoy para el Parlamento europeo no van a ser el final de nada sino el comienzo de mucho: una larga pugna para definir y poner en marcha lo que debe llegar a ser Europa en la primera mitad del siglo XXI.
Una de las primeras preguntas a que ese Parlamento deberá responder, no con palabras sino con decisiones políticas, atañe a la sustancia misma de la que debe estar hecha la entidad supranacional.
¿Qué debemos sembrar para obtener Europa?
¿Cuál será la materia prima de esa unión supranacional de la que dependen ya y dependerán aún más gran parte de nuestras leyes, o sea de nuestros derechos y deberes políticos?
Si repasamos las listas de candidatos que se presentan hoy, los hay que propugnan una Europa formada primordialmente por naciones. Es decir, convencidos de que lo importante debe seguir siendo la i dentidad nacional de cada uno y la calificación de “europeos” sólo supondrá una especie de colofón o remate identitario, pero nada políticamente primordial. Cuando se recuerda la historia de Europa en los dos últimos siglos, con su pasado bélico sustentado en agravios o ambiciones nacionales, esta pretensión no deja de ser inquietante. .
Aún más alarmantes resultan quienes abogan por una Europa de los pueblos.
Nadie sabe lo que es un “pueblo”, salvo los que vociferan en su nombre. ¿Se trata de etnias, de tribus primordiales, de productos humanos surgidos milagrosamente de la Madre Tierra?
El Pueblo es una categoría mitológica, cargada de emoción decimonónica y más valorativa que descriptiva.
El Pueblo siempre es bueno, pero traicionado por los poderosos, vendido por los mercaderes, inmolado por los matarifes. Se define por sus cualidades morales, atropella a los individuos remisos y sus portavoces se superponen a todas las instituciones y las desautorizan en nombre de un Algo colectivo más sublime y necesitado. Puede ser alternativamente sufrido y feroz, pero no admite medias tintas ni mestizajes. Desde un punto de vista político racionalista, es inasumible y sólo fomenta la demagogia populista, es decir la democracia basada en la ignorancia de muchos y el oportunismo retumbante de unos cuantos.
Queda la opción menos glamorosa y poco simpática: una unión europea formada por Estados de Derecho, sustentados en instituciones legales y burocracia, pero neutros en cuestiones de énfasis identitario: que garanticen protección y exijan responsabilidades a sus ciudadanos recurribles ante tribunales, sin exigir requisitos condicionantes de género, creencias, ideologías o denotaciones culturales.
Sólo estos Estados, hoy tan imperfectos y contagiados de nacionalismo o populismo, pueden garantizar una ciudadanía capaz de hacerse mañana europea, cosmopolita.
Esta es la materia prima preferible para el conjunto de la Europa democrática, aunque hoy en buena medida aún sea -como se dice en “La tempestad” de Shakespeare- “la urdimbre de la que están hechos los sueños”. Pero al menos no las pesadillas … Copyright El País, 2014.
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